domingo, 23 de septiembre de 2012

-A este lado de la Iglesia de San Lorenzo




           Hace unas semanas, un grupo de ubetenses maravillosos que llevan meses y meses peleando por evitar que se hunda por desidia y abandono una pequeña pero hermosa iglesia de Úbeda, localizada a sólo unos pasos de la casa donde nació y creció el genial escritor ANTONIO MUÑOZ MOLINA y que aparece en una de sus novelas más premiadas, "EL JINETE POLACO", me pidió que escribiese un artículo de apoyo hacia su causa, pidiendo a los responsables del cuidado y mantenimiento de esta iglesia que tomasen las medidas necesarias para evitar su más que predecible y casi inminente sinisetro total. Así lo hice. Escribí con gusto ese artículo sin tener muy en cuenta cual sería su destino final y, a las pocas horas, ellos lo habían publicado ya en la sección local del diario IDEAL de Granada. 
         Bien pues cuál no fue mi sorpresa cuando al cabo de unas semanas más, alguien de ese grupo me avisa de que ANTONIO MUÑOZ MOLINA se ha hecho eco de este artículo y ha redactado otro sobre el mismo asunto en el diario EL PAÍS en el que encima menciona el mío, me llama "el escritor Jerónimo Maesso" y además me defiende de los "participantes iracundos" que dejan opiniones enfervorizadas en contra de la mía. ¿Se puede pedir más?


Aquí os dejo los enlaces de mi artículo y del de Muñoz Molina.

















-TREPANDO POR LA CORTEZA


Trepando por la corteza

huidiza al horizonte,

encantos en la llanura
donde se estiran,
porque reposan,
los montes,
donde la arena se seca,
donde la savia no se esconde,
donde reposta la brisa
y la luz se hace bronce.
Lamiendo los prados
que el río instruye,
dándole aroma a la hierba
y ovillos a las flores
al fin baja la primavera
de la memoria de entonces,
llevándose la pena entera
que febrero exhibió enorme.
Sol prematuro de invierno
me repones la risa.
Gracias por venir en mi auxilio.
Gracias por tanta vida.


-Al los ricos, sonreir les cuesta carísimo

                                                       
            







      Es curioso... Bueno en realidad es penoso. Obsceno, diría yo. Uno va a un país pobre (yo he tenido la oportunidad de visitar países pobres, ricos... de todas clases, por trabajo) y en seguida observa que cuanto más pobre es la gente que ve por la calle, y en especial los niños, todos tienen una asombrosa facilidad para sonreír sin ningún pudor y en ocasiones hasta con una sonrisa luminosa que se podría decir feliz sin exagerar en absoluto. Y la despliegan al instante en cuanto uno les mira y les sostiene la mirada unos segundos. Nos regalan sin pensárselo con una sonrisa fresca, gratuita, radiante y generosa y a nosotros no nos queda otra que devolverle la mejor que podemos forzar en una actitud de inesperado sentido de culpabilidad, tal vez, por no haber tomado la iniciativa desde nuestra posición cortés y acomodada.
Luego va uno, digamos (yo en mi caso no voy nunca pero lo conocí en cierta ocasión), a Puerto Banús, la ciudad de los personajes absurdamente ricos y absurdamente bronceados con "aftersuns" absurdamente caros, y sorprende que apenas nadie sonríe. Si acaso los camareros de las terrazas, y poco más. Por supuesto, a uno no se le ocurrirá sostenerle la mirada a nadie, pues lo más probable es que nos encontremos con una pared lisa por cara, un gesto de extrañeza engreída o de simple desprecio de lunático o una mirada agresiva e intimatoria. A la gente rica, y en especial a los niños ricos, la risa o incluso la sonrisa les salen carísimas. Las personas que son ricas y que tienen de todo y todo muy bueno y muy caro, sólo sonríen si alguien les logra sorprender regalándole por ejemplo un coche mejor que el que ya tienen o si van y se compran un yate con más eslora que el que ya tienen o una pulsera con muchos más quilates que las que ya tienen o si no han esnifado ya todas sus rayitas del día. Un niño rico te puede poner cara de asco si le haces un regalo que no le parezca carísimo, exclusivísimo y súper modernísimo. Te puede escupir por un disco pasado de moda o un juguete que no le resulte todo lo mínimamente sofisticado y original.
Y no es sólo que los ricos también lloren, que pueden llorar (aunque a algunas mujeres ricas el llanto no les llegue a alterar su gesto esculpido de bótox). Es evidente que ser rico les aleja de la alegría espontánea. De la felicidad inmediata y sencilla ante las cosas gratuitas y de dominio público, como puede ser una mañana aún fresca de verano o el saludo diario, incansable, mellado y sonriente de un vendedor de La Farola en la puerta del Mercadona. 
Y sin embargo, muchísima gente es capaz de perder la honradez y la dignidad e incluso la serenidad y la paz por ser rico. Es capaz de robar, especular, corromperse y crearse problemas graves por ser un poco más rico de lo que ya es y, cuando por fin lo consigue o si podría decirse que ha alcanzado sus anhelos, resulta que le cuesta trabajo hallar razones para sonreír de verdad y con alegría. Y encima, ocurre que luego ve reír a un niño que pasea su miseria diaria por una calle pobre de una ciudad pobre de un país pobre y siente de pronto una especie de superioridad y grave y responsable que le aconseja no devolver esa sonrisa sin solicitar, pero que en general pende de un tremendo sentido del ridículo y la vergüenza. No obstante, todo se le pasa en cuanto atraviesa el lujoso umbral de su hotel de baños de mármol impersonal y se sienta o se tumba con solemnidad y seriedad a ver cualquier cosa en el enorme televisor de la espléndida habitación que acaba de limpiar con servil amabilidad y sumisión, aunque canturreando seguramente, la madre pobre del niño pobre que le sonreía en la calle.

-¿Errores en la 9ª sinfonía de Beethoven?

       Al cabo de unos años estudiando música y cuando ya había sucumbido al talento o llegado a comprender un poco de la genialidad de maestros de la Clásica como Bach, Beethoven, Prokofiev o Mozart, empecé a dejarme arrastrar por nombres no menos geniales de músicos de jazz como lo eran Duke Ellington, John Coltrane, Charlie Parker y Keit Jarret o de otros tipos de músicas donde destacaban Steve Reich, Joe Zawinul o Keit Emerson. Me había enamorado irremediablemente de la música, pero también estaba fascinado por quienes la hacían. Devoraba las biografías de personajes como Ludwig van Beethoven o Frederik Chopin o incluso la de Ástor Piazzola o Freddy Mercury, y ya por entonces se podía decir que sabía un poco de música y que podía disfrutar razonablemente de ella a partir de saber, en cierta medida, cómo estaba hecha; cuánto habían peleado los grandes maestros por sacar adelante determinadas ideas novedosas y que técnicamente resultaban arduos y tediosos ejercicios de cálculo como ocurre con las grandes obras arquitectónicas de la humanidad.
Y eso me ocurrió con Beethoven y su Novena Sinfonía. Admiraba y disfrutaba casi cada día cada pasaje de esta monumental obra. Y cada día me sentía un ser privilegiado por haber nacido en una época en que la tecnología me permitía escuchar esa sinfonía cuando quería y donde quería (ya habían aparecido los primeros cassettes portátiles de auriculares, o walkmans, con los que a los primeros usuarios de finales de los setenta, nos parecía que la música nos rebotaba en el centro mismo del cerebro). La Novena de Beethoven era para mí una obra capital. Un música fundamental e imprescindible para la vida de cualquier individuo con dos dedos de alma.
Sin embargo, un buen día tomé conciencia de pronto de que algunos pasajes del cuarto movimiento, la parte en que interviene el coro, no sonaban tan bien como el resto de la sinfonía, (y viva la pedantería de la que empezaba yo, jovenzuelo fácilmente influenciable, a hacer gala por entonces), y ruego que no se me crucifique aún por contar esto con tanta ligereza y aparente irresponsabilidad, pero lo que así afirmo tiene su razón de ser como ya veréis. Noté de pronto que algunos pasajes sonaban descompensados desde el punto de vista orquestal. Que algunas combinaciones de instrumentos no resultaban tan a la altura del resto de la obra.

Para el tercer tiempo de aquella obra tremenda, Beethoven había compuesto el que para mí era el adagio más hermoso y genialmente equilibrado de toda la música (que yo conocía, claro). Toda la introducción y calentamiento de motores orquestal del primer movimiento, más todo lo que después acontece en ese arranque ciclópeo de la sinfonía, me resultaba de un peso y sabiduría incalculables y demoledores. El segundo, al que tanto partido le sacó décadas después el bueno de Anton Dvorak en su Sinfonía del Nuevo Mundo, resultaba de una fuerza y un nivel de calidad abrumadores. Y el cuarto tiempo era sencillamente eso, monumental, único y especialmente inimaginable en aquellos años en que fue creado. Y sin embargo algo fallaba. Por momentos, el sonido o el tratamiento sonoro del cuarto movimiento de la Novena me parecía un poco embarullado; la instrumentación de ciertos pasajes carecía a mi joven entender de la eficacia que se aprecia en el resto de la obra.

¿Por qué?

Pues, simplemente, porque Beethoven era sordo desde más de veinte años antes. Y esto no es una simple perogrullada como pueda resultar en un principio.

Yo lo analizaba así:
Beethoven empezó a no oír bien hacia los treinta años, cuando apenas había parido unas pocas de sus piezas importantes; apenas las cuatro o cinco primeras obras capitales de su asombroso catálogo. Catálogo que más tarde llegaría a sumar una cantidad impensable de obras maestras, inclusive para compositores de los considerados de primera línea. Beethoven compuso casi completamente sordo lo mejor de su obra; de tal suerte, que creó sin saber cómo iban a sonar, algunas de las mejores obras musicales de la historia de la humanidad. Ideó, armonizó y orquestó piezas muy por encima del alcance de otros compositores que en muchos casos ostentaban una formación musical igual o tal vez más amplia que la suya propia, y lo hizo desde esa época en que ya casi no podía oír lo que escribía.

Una obra  de arte alcanza su verdadero nivel a partir de una buena idea y una eficaz elaboración, pero sobre todo a partir de decenas y decenas de correcciones. Incluso el gran Mozart corregía mentalmente una y otra vez antes de plasmar sus composiciones sobre el papel, por eso en sus manuscritos no hay borrones ni correcciones. Escribía al dictado desde su famosa memoria fotográfica. Luego, las escuchaba ya interpretadas y a partir de ahí mejoraba la elaboración de las que vendrían después. Como hacemos todos (salvando las distancias, claro). Uno comienza a aprender de verdad a componer a partir de las escuchas, sobre todo en épocas distintas, también de sus propias piezas y si lo hace con un análisis crítico y a la vez constructivo, lógicamente.

Pero Beethoven no. Él no podía corregir nada de sus nuevos trabajos porque sencillamente no podía contrastarlos desde la audición. Beethoven no oía sus obras (ni las de nadie; ¡qué dolor!, por cierto). Y si ya resulta una gran desgracia para un músico no poder escuchar ninguna música, el no poder oír la suya propia parece de una maldad endiabladamente injusta. Yo mismo he escuchado la Novena cientos de veces; muchas más incluso que el propio Beethoven (si lo hubiese podido hacer) o que sus más acérrimos seguidores de la época, por eso puedo (podemos) percibir algunas cosas que seguramente el gran maestro alemán habría corregido si las hubiese llegado a escuchar.

Pero lo más grande de todo es que Beethoven cometió algunos errores de orquestación, simplemente porque estaba inventado; creando de la nada. Estaba generando sonoridades que aún no existían; combinaciones de instrumentos que nadie antes había empleado. No es que en el caso de la Novena orquestase de memoria, como venía haciendo con otras obras desde casi treinta años atrás, es que en su memoria no aparecía esa forma de componer y orquestar. Y resulta más asombroso aún que este hombre, este músico, que gozaba de una fama y un prestigio considerables en Viena y en la Europa culta de las salas importantes de conciertos o en los salones aristocráticos de su tiempo, arriesgase tanto a esas alturas. En un momento en que ya lo tenía todo ganado. En que no tenía que demostrar nada.

¿Y por qué lo hacía así?

Pues por honestidad y compromiso. Porque Beethoven era un gran músico pero por encima de todo era un gran hombre (famosas son algunas de sus máximas y reflexiones filosóficas). Una persona magnífica capaz de luchar contra el impedimento y el desánimo. Un caso especial de honradez artística, de sentido de la responsabilidad y de un tesón inédito, que le aportaban una rara capacidad de pasar por encima de su sordera, su tristeza y su desesperación a veces e inventar formas de hacer música que avanzaban este arte casi un siglo entero más allá. Y es que esas sonoridades que surgen por primera vez en su célebre Novena Sinfonía serán las que utilicen décadas después Wagner, Mahler, Bruckner o Brahms.

Pero a estos todo lo que orquestaban les sonaba bien. ¿Y por qué? Pues porque, primero, eran unos grandísimos músicos que tuvieron grandísimos maestros, los cuales les enseñaron muy bien a orquestar, entre otras cosas; segundo, porque podían corregir todo cuanto componían y orquestaban oyendo perfectamente sus creaciones con cierta frecuencia; y tercero porque Beethoven ya había inventado esa forma de composición de largas duraciones y orquestaciones grandiosas muchos años antes y completamente sordo. Él ya se había arriesgado mucho antes a experimentar con ese tipo de sonoridades que nunca pudo contrastar, pero con las que jamás renunció a dar ese paso gigantesco ante la música de su tiempo. Nunca llegó a intimidarle que su prestigio o su fama quedasen en entredicho si en su búsqueda de originalidad e innovación surgían errores o incorrecciones que le pudiesen desacreditar, o que alguien se atreviera a afirmar que el viejo maestro empezaba a chochear con sus desproporcionadas y embarulladas orquestaciones. Nadie le cuestionaría su calidad artística, su honestidad ni su valentía jamás, precisamente, porque esa actitud de insatisfacción, esa ambición por crecer como músico cuando ya era el más grande de su tiempo, esa seguridad en sí mismo y esa capacidad de riesgo a pesar de todos los pesares le hacía aparecer como uno de los hombres más grandes de la historia de la humanidad.
Él sabía que le había sido dado un talento descomunal y valiosísimo y que por tanto, quizás pensara, debía responder ante ello dando la mejor música que pudiese. Que estaba en deuda con esa capacidad de crear música de la grande y que debía luchar por así hacerla tanto si la oía como si no: grandiosa, profunda, hermosa, genial. Eterna. Y encima, no para él que ni siquiera podía oírla, sino para que la disfrutasen los demás.
Cuánta grandeza. Gracias por todo ello.