domingo, 23 de septiembre de 2012

-Al los ricos, sonreir les cuesta carísimo

                                                       
            







      Es curioso... Bueno en realidad es penoso. Obsceno, diría yo. Uno va a un país pobre (yo he tenido la oportunidad de visitar países pobres, ricos... de todas clases, por trabajo) y en seguida observa que cuanto más pobre es la gente que ve por la calle, y en especial los niños, todos tienen una asombrosa facilidad para sonreír sin ningún pudor y en ocasiones hasta con una sonrisa luminosa que se podría decir feliz sin exagerar en absoluto. Y la despliegan al instante en cuanto uno les mira y les sostiene la mirada unos segundos. Nos regalan sin pensárselo con una sonrisa fresca, gratuita, radiante y generosa y a nosotros no nos queda otra que devolverle la mejor que podemos forzar en una actitud de inesperado sentido de culpabilidad, tal vez, por no haber tomado la iniciativa desde nuestra posición cortés y acomodada.
Luego va uno, digamos (yo en mi caso no voy nunca pero lo conocí en cierta ocasión), a Puerto Banús, la ciudad de los personajes absurdamente ricos y absurdamente bronceados con "aftersuns" absurdamente caros, y sorprende que apenas nadie sonríe. Si acaso los camareros de las terrazas, y poco más. Por supuesto, a uno no se le ocurrirá sostenerle la mirada a nadie, pues lo más probable es que nos encontremos con una pared lisa por cara, un gesto de extrañeza engreída o de simple desprecio de lunático o una mirada agresiva e intimatoria. A la gente rica, y en especial a los niños ricos, la risa o incluso la sonrisa les salen carísimas. Las personas que son ricas y que tienen de todo y todo muy bueno y muy caro, sólo sonríen si alguien les logra sorprender regalándole por ejemplo un coche mejor que el que ya tienen o si van y se compran un yate con más eslora que el que ya tienen o una pulsera con muchos más quilates que las que ya tienen o si no han esnifado ya todas sus rayitas del día. Un niño rico te puede poner cara de asco si le haces un regalo que no le parezca carísimo, exclusivísimo y súper modernísimo. Te puede escupir por un disco pasado de moda o un juguete que no le resulte todo lo mínimamente sofisticado y original.
Y no es sólo que los ricos también lloren, que pueden llorar (aunque a algunas mujeres ricas el llanto no les llegue a alterar su gesto esculpido de bótox). Es evidente que ser rico les aleja de la alegría espontánea. De la felicidad inmediata y sencilla ante las cosas gratuitas y de dominio público, como puede ser una mañana aún fresca de verano o el saludo diario, incansable, mellado y sonriente de un vendedor de La Farola en la puerta del Mercadona. 
Y sin embargo, muchísima gente es capaz de perder la honradez y la dignidad e incluso la serenidad y la paz por ser rico. Es capaz de robar, especular, corromperse y crearse problemas graves por ser un poco más rico de lo que ya es y, cuando por fin lo consigue o si podría decirse que ha alcanzado sus anhelos, resulta que le cuesta trabajo hallar razones para sonreír de verdad y con alegría. Y encima, ocurre que luego ve reír a un niño que pasea su miseria diaria por una calle pobre de una ciudad pobre de un país pobre y siente de pronto una especie de superioridad y grave y responsable que le aconseja no devolver esa sonrisa sin solicitar, pero que en general pende de un tremendo sentido del ridículo y la vergüenza. No obstante, todo se le pasa en cuanto atraviesa el lujoso umbral de su hotel de baños de mármol impersonal y se sienta o se tumba con solemnidad y seriedad a ver cualquier cosa en el enorme televisor de la espléndida habitación que acaba de limpiar con servil amabilidad y sumisión, aunque canturreando seguramente, la madre pobre del niño pobre que le sonreía en la calle.

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